mayo 18, 2009

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por Matías Correa

En el Nuevo Curso de Mecanografía (en diez lecciones), la sintaxis está antes que estilo, el mecanismo antes que el oficio, la escritura antes que la literatura, la teoría antes que la narrativa. Por eso, entre otras razones, este libro puede leerse, al mismo tiempo, como manual accidentado y tratado camuflado. Como sea, una y otra lectura provee motivos que pueden servir tanto para agradecer como para desdeñar al autor. Porque cuando se trata de consejos prácticos éstos son siempre bien recibidos por todo quien juega a ser escritor (y todo lector orgulloso de su bibliografía personal alguna vez ha jugado a serlo). Sin embargo, cuando en vez de ofrecer consejos se intenta describir o regular esta práctica, la de la escritura, es imposible no esperar la pataleta de uno que otro lector furioso. De modo que, espero, no sean pocos los que quieran felicitar ni los que se empeñen en insultar a Diego después de haber pasado por las diez lecciones que aquí imparte. Si llega a ocurrir lo uno o lo otro, este libro, creo, habrá logrado su objetivo.
Primero, ¿por qué podría uno tener problemas con el Nuevo Curso de Mecanografía? Fácil: no nos gustan que nos digan cómo son o cómo deben ser las cosas. Y Diego, de una manera o de otra, intencionadamente o no, dicta una cátedra sobre la escritura, perdón, la mecanografía. ¿Quién se cree este tipo?
Nuestra estética (y lo que a veces es casi lo mismo: nuestra ética), desde hace tiempo ya, es una orgullosamente individualista. Tendemos a rechazar los ideales comunes, porque preferimos instaurar uno propio. Las etiquetas nos ofenden; nadie quiere ser clasificado, encasillado o diluido en grupos, categorías o programas compartidos. No queremos ser parte de ningún todo porque los totalitarismos nos aterran y repugnan en igual medida que la amenaza de vernos deglutidos por algo más grande que uno mismo.
Así, nuestra generación (o la que yo creo que puede ser la mía) se ha convertido en un conjunto de individuos con vocación por el vacío: no hay nadie interesado en pertenecer a ella. Todos queremos ser auténticos, inclasificablemente geniales; queremos brillar gracias a nuestro solo fuego, o fracasar románticamente y arder en la autocomplacencia.
De nuestros maestros (o los que pudieron serlo), sólo respetamos a los que murieron o a los que nos desdeñan desde lejos. Basta con ver como el pobre Bolaño se ha convertido en el plato de fondo de las comilonas necrófilas de nuestra generación (esa que no existe). A los otros viejos, en cambio, a los que todavía están vivos (ya sea si todavía escriben o no), los castigamos por no haber cumplido la promesa que susurraban cuando jóvenes: los ignoramos por haber fallado en convertirse en lo que debieron llegar a ser.
En todo caso, no hay que ofrecer excusas. Me gusta creer que cada uno se exige a sí mismo construir su propio discurso. Está muy bien, por lo demás, que no seamos tan amables con estos señores mayores; de hecho, después de haberlos conocido en sus libros es imposible no revisitarlos sin cierta violencia. Porque, ¿qué hacemos al leer sino sostener un mutismo efervescente? De modo que, tras haber pasado más de una temporada como espectador, rondando entre librerías y bibliotecas, se vuelve necesario dejar de lado la lectura por un momento para vengarnos como se debe: escribiendo.
Ya sea como poetas, dramaturgos, narradores, cronistas o académicos: nadie puede quedarse callado. Da igual si lo que interesa es tomarse en serio la escritura o quitarle su impostada gravedad. El punto es que si la lectura es (o ha sido alguna vez) una cuestión urgente, tarde o temprano la escritura también debe serlo.
Y aquí es dónde uno generalmente se equivoca: al creer que cada uno debe escribir en soledad tan sólo porque así es como hemos leído hasta ahora. Es cierto que, de hecho, al escribir (¡al mecanografiar!) prescindimos de los demás. Pero es falso suponer que nos hallamos abandonados: escribimos desde las lecturas, ciudades, barrios y épocas que nos toca vivir; épocas, barrios, ciudades y lecturas que muchos otros recorren y habitan al igual que nosotros. Así, cada vez que escribimos inauguramos un espacio común que simultáneamente puede ser transitado por distintos paseantes, los cuales en la privacidad de sus lecturas se topan unos con otros, a pesar de que no sepan reconocerlo mientras avanzan (mientras avanzamos) por el libro.
¿Y qué tienen que ver las diez lecciones del Nuevo Curso de Mecanografía de Diego con las críticas que elevo contra el individualismo de esta generación (mi generación) de lectores y escritores? Creo que mucho. Porque resulta que todo esto, lo que acabo de leer, se convierte apenas en el moderado murmullo en comparación con las lecciones que Diego nos invita a cursar. A pesar de que en el Nuevo Curso de Mecanografía Diego confiesa que no pretende hacer de nuestros intereses una bandera de lucha, hay que ser muy miope para no darse cuenta que este manual es, a la vez, tanto un autoretrato por accidente como un tratado con vocación de manifiesto.
“Tiendo a pluralizarme espontáneamente”, escribe Diego, “es que muchas veces hemos concordado entre sí, todo esto no deja de ser una creencia antojadiza mía, pero al vernos callar porque nada mucho nos desemeja, eso me ha inducido a agregarte como partícipe de mis opiniones. La pluralización podría ser una mentira inocente, mentira al fin, y solo a causa de la espontaneidad con que surge, dejo que surja. Por lo demás, choco con aquella moral adversa, pues tal es mi amor y yo sin su compañía tiendo a descabezarme...” (3ra Lección).
Sin vergüenza alguna, Diego exhorta al lector, al potencial mecanógrafo, a pensar en y desde el plural, porque así “me doy, con semejante conducta, la libertad de saludar la vida entrante de cada mañana y todo lo que ella reúne, saludarla de modo de fomentar negocios en los cuales no tengamos que vender el pellejo por algo que ni siquiera aprobamos” (3ra Lección). Y, ciertamente, podríamos acusarlo de pedante, porque ¿cómo nosotros vamos a estar recibiendo de él clases sobre estas materias que tan bien conocemos? Si leer es tan fácil, si para escribir se necesita tan poco. ¿Quién mierda se cree éste? Puede resultar entretenido detestar a este tipo, tan placentero como basurear al orador, al aburrido tipo que le toca hacerse cargo de la cátedra. A ese tarado que no sabe más que yo.
Aunque tal vez nos podría gustar, incluso aunque él mismo nos invitara a hacerlo, no es fácil maltratar a quien dicta este curso. Porque “Todo es tan difícil y decir algo es condenarse”: cito de nuevo a Diego (1ra Lección). Es eso lo que ocurre cuando intentamos, antes de escribir, “consensuar los diversos tránsitos mentales (...) que apuntan a una disposición particular de la cabeza, asiento de la pirotecnia mental”. Es que, aunque este tratado tenga vocación solapada de manifiesto, cuesta mucho no simpatizar con el retrato que se pinta del autor a lo largo de estas diez lecciones: un sujeto que desespera en los mecanismos y artefactos que construye (que construimos) para poder recibir el momento en que “¡Epa!, decimos, [y] no hallamos la hora en que se espanten los caballos e irrumpan en la sala” (5ta Lección). Ocurre entonces que, mientras esperamos que lleguen esos “instantes de hermosa comparecencia” (instantes que, el autor confía, volverán), durante esa espera insoportable la escritura (perdón, la mecanografía) vuelve sobre sí misma. Lo que pasa en ese momento es que el estilo desconfía de nosotros y una sintaxis atómata dicta el ritmo y movimiento de nuestros dedos. El oficio desaparece y una máquina toma su lugar. Ahí es cuando nos perdemos en la mecanografía, que avanza sola, mientras uno se desencuentra en digresiones que asombran y enceguecen, razón por la cual nos empantanamos y demoramos la partida hacia donde queremos llegar.
Con esta bitácora de tropiezos y falsas partidas, el autor nos ofrece una colección de advertencias y recomendaciones que desarticulan, no los contradictorios artificios en los cuales irremisiblemente incurren nuestras aventuras mecanográficas, sino los simulacros que ocultan las pulsiones que nos impelen a tomar asiento frente a un teclado y dar rienda suelta a nuestro impulso por digitar una cuota de sentido a través de la escritura.
“Es duro y es humano; es triste y es jocoso. No damos con el tono, conscientes del defraudamiento en quien esperaba otra cosa. Tengo inveteradas aprensiones, no atisbo en el horizonte sin poner el grito en el cielo. Y ponerlo tan arriba suena a cuento. Entonces, humildemente, advertimos que N.C.M [nuestro Nuevo Curso de Mecanografía] se hubo de extraviar entre sus iniciales. N.C.M.: siglas vacías. (...) nos cuesta aceptar que no asistimos fielmente a estas lecciones, pero en intención no nos quedamos, habríamos asistido...” (10ª Lección).

Año 2009, 24 páginas, edición de 500 ejemplares, $3000